el baile



Avanzas bajo la solana. Adviertes entre el cereal varias sombras de danzantes. Tu reacción inmediata es mirar en dirección opuesta. Pero nadie hay al otro lado. Ninguna proyección tiene lugar. Y sin embargo las sombras crecen e incorporan a más sombras. La agrupación se pone a tu altura y te rodea. Ellas se sujetan de las manos y las elevan, reproduciendo el movimiento de la mies a merced del aire. Se ponen de puntillas sobre los dedos de los pies, como si no se sujetaran en suelo alguno. Tú giras sobre ti mismo. Las sombras te corean, pero todas te parecen iguales. No tienen rostro, y su cuerpo es difuso, cambiante en sus volúmenes. Escuchas una música cuyo tono se aproxima y se aleja, y vuelve a acercarse y disminuye de nuevo. Un coro monocorde emite sonidos que se amalgaman hasta parir tu nombre. Y su inflexión se torna más firme y más aguda. Te sientes nombrado, sin ver boca alguna. Sólo viento que te clava en la tierra reseca. Y las sombras estrechan su cerco sobre tu cuerpo. Tienes la sensación de que un círculo de fuego negro está a punto de alcanzarte. El agobio rasga tus venas. Golpeas de pronto el suelo con una pisada sólida y arrancas tu marcha. La mies se sigue agitando y las sombras se ocultan entre ella.