
Mientras sueña viaja al corazón del sol. El peso del astro toca duramente su cuerpo abatido. Pero también le concede una miaja de su energía. Hay algo de tira y afloja ingenuo entre el hombre y el sol. Yo te tomo, tú me tomas. El caminante está en desventaja. Había oído hablar de la inclemencia del planeta de fuego con aquellos que recorren los desiertos. No imaginaba hasta qué punto. Como no puede quitárselo de su piel, el hombre se dirige hacia él. Un riesgo no medido. Un descaro. Una insolencia. Se le resecan las vísceras, se le tuestan los párpados, se le cierran los poros, se le ahogan las palabras. La cercanía al sol le impide reconocerse. No ve ya, no tiene tacto en sus manos, y las sienes le tamborilean. Es el agolpamiento de la sangre. El hervido de todos sus líquidos, sin escape, sin reconocerse en lo que va perdiendo. La tentación del sol hace que su figura se pierda. Que se alteren las formas del cuerpo, que se disuelvan los movimientos. En su sueño, el viajero va llegando, casi aéreo, casi disuelto, a los límites de la luz. Engullido por un apéndice minúsculo de uno de sus rayos jupiterinos, aquella insignificancia que ya no es hombre se convierte en refracción. Bullen toda la gama de colores más inimaginable, y él es un color más. Indefinido, cambiante. Pura intensidad de luz.