mirada ígnea



La noche es fría. El desierto es extenso. El cielo, una cúpula rasgada. Escasea el abrigo. Sólo algunas pequeñas rocas. Los escorpiones se cuelan por las grietas. El caminante prende una hoguera. No es sólo calor. También mirada. Se acurruca frente los convulsos latidos de la llama. Avance y retroceso. Fogaradas alternas. Lee en ellas su pasado y se estremece. No se espanta por la pérdida, sabe que es así. Extiende las manos para calentarse y se frota a continuación los brazos, las piernas, el torso. Lee su presente en el carmín y gualda que crepita. La euforia de los días. El desamparo de las noches. Las horas en que arde como la fogata. Los ratos en que se consume y casi desespera. Alarga los pies. Casi roza el peligro. Mira fijamente la sustancia volátil que asciende y se rebaja. La merma por un lado y el surgimiento por otra parte del cuerpo que arde. Imagina que es agua. Que le urge una ablución que le renueve. Agita hábilmente las manos sobre el resplandor más cercano. Mete los dedos y los saca veloz. Se agita su cuerpo. Sobrevive a la prueba. Se llena de fuego sin que el fuego le pueda. Queda atrapado en la hipnosis de la pequeña hoguera. Sueña. Fantasea con el día siguiente. Se refuerza. Un escorpión le pica. Lo espanta. Expulsa el vaho de su boca. Se oye como una palabra que crece en medio del silencio. Cree en su resistencia. En su destino.