
Pero el camino jamás es lineal. Incluso cuando lo aparenta, o más si lo sugiere, puede ser un callejón sin salida. Nunca se avanza en línea recta, ni en el mismo plano, ni en sentido ascendente. Para enseñarnos la lección los demiurgos inventaron senderos enrevesados. Los hombres los han denominado laberintos. Extrañas ciudades donde domina el aspecto homogéneo, mas donde las rutas se truecan en desconcierto. En ese momento, el lugar se convierte en una propuesta. El estímulo de ir hacia adelante se topa con lo imprevisto. Surge en nuestra ayuda entonces el ejercicio de la corrección. Cambio de ruta, donde a veces es la intuición la que decide. Acierto parcial, la dirección posible enerva buscando la salida. Nuevo límite. Cada trecho es un tiempo. En el laberinto espacio y tiempo se disuelven. El caminante suele estar tentado a pararse y descansar. Puesto que no puede rendirse, ya que la rendición es muerte, persiste en sus ilusiones y en sus tropiezos. Su espíritu le azuza. Sigue el avance, lo releva el retroceso. Con frecuencia, el caminante mira el cielo, sabiendo que ésa no es la ruta. Pero en su zigzagueo se siente buscador.